domingo, febrero 06, 2011

La mesa de rebajas

Encontré un librito terrible en la librería de viejo. Estaba en medio de las ofertas, junto con todo el desecho que se tira en las mudanzas; era muy fácil que esas mesas se llenen de basura. Resulta que era poeta que yo conocía, uno muy malo, así que no me tomó mucho pensar en la persona aturdida por la maldad de este autor sufrido que de casualidad yo conocía. Imaginé a la persona que desechaba ese volumen completamente alegre porque ese libro se fuera de su casa, uno más entre un montón de papeles olvidados y mohosos, o por lo menos apolillados, o ya de perdida rotos de algún lado. Yo conocía a ese autor, metido en sus pantuflas y encerrado en su casa, escribiendo libros de la historia del fútbol que nadie leería.

El libro que había encontrado era la peor clase de poesía depresiva que alguien podría haber escrito, una sarta de lamentaciones pusilánimes gritadas en medio de una tormenta de mierda; como si en algún momento un pianista desempleado se hubiera metido de traga vidrios para que alguna enfermera se apiadara de él para y vivera cambiándole los vendajes para siempre.

Una verdadera vergüenza, un manual de cómo ser un lastre, quejas inagotables sobre el frío y el calor,  lo seco y lo húmedo, la poesía más individualista y ultrajantemente solitaria que había visto en mi vida, una enorme justificación para deslindarnos de la responsabilidad de cuidar de los demás sin remordimiento. Un verdadeo horror. Yo conocía este libro aquí frente a mí mucho antes de haberlo visto como una rebaja.

Pensé en comprarlo y visitar al autor, decirle que lo había arrancado al librero negándose a vender semejante pieza de arte contemporáneo. Pensé en mentirle al autor y a mí mismo para sentirme mejor respecto a mí. Mentir a un autor olvidado, viejo, que cada vez olía más a muerto, a un individualista. También pensé en herirlo, arrojarle a la ventanael libro envuelto en carne. Me quedé con la segunda idea después de haber leído un párrafo:

de tu vulva tuviera
el jugo gris lunar
en este valle sin sangre
escondido en mí
oloroso

Recordé la calle del autor, aunque era poco reconocible debajo de todos los graffitis. Supongo que estaba feliz de encontrarse en condiciones tan inmundas. Jamás había sabido si le importaba la pobreza extrema en la que tenía a su hermana paralítica o si tenía remordimientos de que a veces las ratas se robaban las frutas. Escuché que una vez las ratas se habían tragado a los canarios que dejaban cantar en el patio. Alberto era el ser más asqueroso que había conocido, en todos los sentidos. Lo conocí cuando daba clases en la Universidad. La clase más arbitraria que pude presenciar. Todo era exagerado con este personaje. Había orinado a una alumna en algún encuentro amoroso, la pobre completamente asustada por el líquido caliente que imaginaba podía ser sangre. Todo lo supe porque ella me lo contó. Nadie más debía saber. Yo le dije que todo eso era normal, para un tipo como Alberto. Llevaba una anforita a clase, bebía con mucha elegancia, tanto que nadie se atrevía a contrariarlo. Por lo demás era muy bueno contando historias, a veces falsas por su puesto, pero llenas de lucidez y pasajes humorísticos. Era fácil para él conseguir muchachas lúbricas y jóvenes: era un sátiro.

Miré su ventana y saqué el libro. Por su puesto que no había comprado bisteces, era muy caro y no pensaba gastar por el arte. El arte debía ser tan sucio como un parto. Entre heces y orina nacimos. Tiré el libro al pequeño boquete que hacía de maseta para un árbol de la calle y lo embarré bien. Yo estaba seguro de que sería bien recibido el gesto, algo semejante a mentarle la madre a un jugador que admiras: "Pinche chingón, muy acá, ¿no?", o algo más duro. Lo pensé un momento. Si tiraba muy fuerte, podría romper la ventana, pero si tiraba muy débil no llegaría más que al patio. La barda de la entrada tenía vidrios de colores para que nadie saltara. Di un paso para atrás y lancé. Le di justo a la ventana, lo supe por el sonido del vidrio simbrándose. Después no supe qué esperar. Tenía la idea de que sería como en la tele, alguien me reclamaría inmediatamente, como si estuviéran esperando detrás de la puerta. Pero no pasaba nada.

Tal vez no había nadie. Miré la propaganda clavada de mala gana en el buzón. Aquí no se había parado nadie en al menos 3 meses.

Pensé que podría estar muerto. Eso era fácil de averiguar. Alguien debió haber escrito alguna esquela en internet. Google lo sabría. Pude haber preguntado al vecino si no había visto más a la pareja de hermanos, pero era demasiado trabajo para dedicarlo a un mal poeta.